España: La psicología detrás de por qué IKEA te venda comida barata en su restaurante
No te la metas entera en la boca, no se hace así. Hay que partirla por la mitad, mojarla en la salsa de carne y embadurnarla con el puré de patatas. Pero, sobre todo, hay que ponerle mermelada. Ahí está la clave. Ese dulzor contraintuitivo de los arándanos rojos es la única cosa del universo capaz de rescatar para el paladar el sabor inconfundible de la nuez moscada que convierte un aburrido plato de albóndigas en un maldito milagro.
Aunque, en realidad, no es un milagro: son más de 30.000 milagros diarios servidos en 424 tiendas distintas repartidas en medio centenar de países del mundo. Y es que la cafetería de Ikea se ha convertido en un simbólico icónico que ha trascendido completamente los muebles y complementos: comida barata, sabrosa y de excelente calidad. Pero, ¿Qué hay detrás todo esto? ¿Qué secretos oculta “el mejor vendedor de sofás del mundo”?
De la necesidad, virtud
Cuando uno es rico y famoso, todos los éxitos por muy casuales que fueran se convierten automáticamente en ideas geniales, preclaras y avanzadas a su tiempo. Algo así ocurre con la cafetería de IKEA. Con una facturación de más de dos mil millones de dólares al año, 650 millones de usuarios y un crecimiento anual que ronda el 10%, cualquier podría decir que el negocio sueco de restauración que cumple ahora 60 años fue una idea brillante. Pero la realidad fue mucho más prosaica.
En 1959, justo un año después de abrir su primera tienda de muebles, Ingvar Kamprad decidió poner un pequeño restaurante en el local. «Es difícil hacer negocios con clientes hambrientos”, solía decir el fundador de IKEA y no le faltaba razón. Sobre todo porque Älmhult, la «ciudad» donde abrió era un pequeño pueblo de menos de 5.000 habitantes en medio de ninguna parte. Los clientes empezaban a llegar, pero aquello no dejaba de ser un almacén de muebles lejos de cualquier cafetería digna de ese nombre.
Enseguida, comprobaron que la idea era más que buena. Gerd Diewald, que fue durante años el director de IKEA Food en EEUU antes de pasar a dirigir la sección internacional, explicaba en Fast Company que “cuando los clientes comen en la tienda, permanecen más tiempo, pueden hablar sobre sus compras [potenciales] y tomar decisiones allí mismo. Ese fue el pensamiento desde el principio”.
Un sitio para pensar
Tiene sentido. Hay muchas formas en que la psicología y la ciencia de la toma de decisiones ha conceptualizado este proceso. La más conocida, sin lugar a dudas, es la que usa Daniel Kahneman en su libro ‘Pensar rápido, pensar despacio’. En él, Kahneman explica que hay, a grandes rasgos, dos modos distintos de pensar: lo que él llama ‘sistema 1’ que es rápido, instintivo y emocional; y el ‘sistema 2’ que es lento, reflexivo y precavido.
Aunque es fácil, no es sensato pensarlos como enemigos. Son más bien formas de pensar complementarias, modos cognitivos con funciones distintas para situaciones diferentes. Igual que no tiene sentido usar el ‘sistema 2’ cuando nos ataca por sorpresa un guepardo, no tiene sentido usar el ‘sistema 1’ cuando tomamos decisiones importantes.
Es curioso porque, durante la mayor parte del tiempo, vender consiste en explotar nuestro ‘sistema 1’, sacarle todo el jugo posible. Por eso ponen las chocolatinas y los caramelos junto a la línea de cajas del supermercado, por eso meten miedo en los anuncios de alarmas domésticas o se empapelan las tiendas de ropa con carteles chillones llenos de «rebajas», «últimas unidades» o «fin de temporada». Lo comercial tiene mucho que ver con las tripas.
Pero no siempre funciona. Hay cosas que se suelen comprar más con la cabeza que con el estómago y los muebles, por muy baratos que sean comparativamente hablando, son una de ellas. Por eso, la estrategia de sentar a los clientes y dejarlos rumiar la decisión (hacer cuentas, dibujar croquis, sopesar colores) tiene sentido. Aunque para ello, tienen que sentarlos a comer.
Y un recurso para explotar nuestros sesgos
“Pierden dinero en la comida, pero te venden 1000 dólares en muebles”, explicaba Chris Spear, un chef australiano que trabajaba en el servicio de restauración de Ikea. De hecho, “su política es ser el precio más bajo absoluto en ese artículo dentro de un radio de 50 kilómetros, incluso si eso significa vender con pérdidas”. Porque el potencial de la cafetería no se circunscribe solo a alimentar el ‘sistema 2’ de Kahneman.
Según Spear, la otra función fundamental de la cafetería de IKEA es “reforzar su perfil de precios bajos”. “No tienes ni idea de cuánto cuesta un sofá. Ves uno que te gusta por 599 dólares, pero ¿es ese un buen precio? No tienes ni idea porque nunca has comprado un sofá antes”, explica. “Por otro lado, puedes obtener una comida completa por un puñado de dólares. Y eso sí sabes que es mucho más caro en otros lugares». Los seres humanos tenemos un camión de sesgos cognitivos relacionados con la ‘generalización apresurada’; es decir, con llegar a conclusiones a partir de pruebas insuficientes. Como lo es el precio de la comida en una tienda de muebles.
Es una estrategia que puede funcionar, claro. Pero tiene sus riesgos (financieros). ¿Qué pasa si la gente va solo a comer? ¿Qué ocurre si no compran nada? Y no, no estoy haciendo comida-ficción. Actualmente, el 30% de los clientes de las cafeterías van a las tiendas solo para comer. En este caso y mientras las cuentas cuadren, IKEA food se convierte en un enorme programa de relaciones públicas y fidelización de un cliente que «en algún momento necesitará muebles u otros artículos para el hogar”.
El BOOM de la cafetería de IKEA
Y por ahora las cuentas cuadran. Como decía, IKEA Food factura más de dos mil millones de dólares al año, alimenta a más 650 millones de personas anualmente y mantiene un crecimiento medio que ronda el 10%. Se ha convertido en el mayor exportador de mermelada de Suecia y uno de los grandes proveedores de salmón del mundo. Es, en sí mismo, un negocio descomunal.
«Esto puede sonar extraño, pero es casi algo que no notamos», explicaba Michael La Cour, director general de Ikea Food. Tampoco es raro. IKEA factura cerca de 40.000 millones de dólares al año, por lo que el negocio de las albóndigas, el codillo y el salmón es pequeño con respecto a la cuenta anual de resultados. «Pero cuando ponemos los números en contexto, frente a otras compañías de alimentos queda claro que realmente no es tan pequeño«, reconocía La Cour.
Ni despreciable, como comprendió la compañía sueca tras el escándalo de la carne de caballo. Sea como sea, hoy por hoy, la cafetería de IKEA es mucho más que un mecanismo para poner a nuestra psicología a jugar a su favor. Es un negocio en sí mismo que abre la puerta a la idea de llenar el mundo de cafeterías independientes. Supongo que el mundo también se conquista por el estómago.